En Argentina existen cerca de 400 partidos, aunque muchos de ellos son locales, regionales, o directamente exóticos como en Europa. Pero solo cuenta uno: el peronismo, que hoy sería mejor llamar cristinismo, por el nombre de su única propietaria, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Al mismo tiempo, el bipartidismo clásico con el Partido Radical, que se sostenía tras la restauración de la democracia en 1983, parece hoy agonizante.
La viuda de Néstor Kirchner, fundador de este neoperonismo, tiene mayoría absoluta en ambas Cámaras, la mayor parte de las gobernaciones de provincia están igualmente con ella y, desde la muerte de su esposo en octubre de 2010, ha conectado con la opinión como nadie lo había hecho desde -naturalmente- Evita. La escritora argentina Beatriz Sarlo define ese sex-appealpolítico como el de «la mujer que sufre y llora -la viudez- y al mismo tiempo se recupera» para la lucha; y la propia presidenta, que inauguró mandato el 10 de diciembre, lo cuenta con místico populismo: «Cada vez que me pregunto de dónde sacamos tanta fuerza, miro a un argentino o argentina a los ojos y lo entiendo todo». Hipnocracia, quizá. Es una presidenta que a sus 58 años cuida su imagen hasta el extremo de que, como cuenta Morales Solá en La Nación, «nadie, salvo sus asistentes personales, la ha visto jamás sin maquillaje». Haría falta un Tomás Eloy Martínez que desentrañara el enigma en una Novela de Cristina, como hizo tan brillantemente con Juan Domingo Perón.
Nadie había tenido tanto poder en la Argentina contemporánea y la presidenta quiere ejercerlo hasta sus últimas consecuencias. En su primer paquete legislativo destacan dos textos. El de Papel Prensa, que da al Estado voz decisiva en el aprovisionamiento de esa materia a los periódicos, lo que le atribuye un poder inusitado sobre los medios; y un texto para combatir el terrorismo financiero, que por lo genérico podría esgrimirse contra quien y contra lo que sea. El cristinismo se diferencia del peronismo histórico en que tiene por adversario a gran parte del mundo sindical, la CGT de Hugo Moyano, al que encumbró precisamente Néstor Kirchner y que actúa como un peronista clásico, fuertemente reivindicativo, mientras que entre los principales colaboradores de la presidenta apenas aparecen peronistas anteriores al kirchnerismo. Y no es que la mandataria desdeñe la fuerza sindical, sino que los quiere estatizados más que corporativistas, para que no estropee su excelente relación con el mundo empresarial.
El gran interrogante en este segundo mandato consecutivo -que la Constitución prohíbe que se extienda a un tercero- consiste en saber si Cristina Fernández alberga designios de perennidad. Entre sus seguidores no faltan quienes hablan de una Cristina eterna,que enmendaría la Carta para optar a la presidencia indefinida, aunque su entorno lo desmiente estruendosamente. La mandataria controla 38 escaños en el Senado, lejos de los dos tercios necesarios para revisar la Constitución, que son 48 sobre 72; y 134 de 257 en la Asamblea, cuando precisaría 171. El tramo que falta solo podría cubrirse con el improbable concurso del partido radical de Ricardo Alfonsín, 41 diputados y 17 senadores, porque los socialistas de Hermes Binner, con menos escaños pero más votos que el anterior, no le darían para el quórum; como tampoco bastarían los diputados de los peronismos disidentes si la atracción del poder indujera al arrepentimiento. Y todo ello remite al bipartidismo.
Desde el restablecimiento de la democracia, las tentativas de incluir a terceros partidos en la refriega no han servido más que para debilitar el bipartidismo por su encaje más débil. Y como escribe Patricia Bullrich, exministra de Trabajo con el presidente radical Fernando de la Rúa y hoy al frente de una pequeña agrupación partidista en la oposición, solo tendría sentido crear «un segundo partido»; no un tercero que reste, viniendo de fuera, sino que sume agrupando desde dentro. El radicalismo, con su 11% en las presidenciales contra el 54% de la presidenta, parece gastado, con lo que solo quedaría como eje de esa operación el socialdemócrata Binner, mucho más próximo a Lula que a Chávez, pero aun así con un segmento de votantes relativamente común que podría decantarse por cualquiera de ambos partidos.
Nunca tantos argentinos habían votado en democracia por las siglas peronistas, puesto que la adición de votos de la presidenta a los de los disidentes supera los dos tercios de sufragios. Si no único, sí partido hegemónico. Ese es hoy el cristinismo.
fuente: el país