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Hablar, votar y comer en América Latina

Restringir derechos es una definición de autoritarismo, aplicable a todo tiempo y lugar, y a toda orientación ideológica

La teoría. Ni el Gobierno más represivo es capaz de mantenerse en el poder únicamente por medio de la fuerza. Todo régimen político descansa sobre un “contrato social”. La noción es figurativa, claro está, para captar la idea de una fórmula institucional por la cual la población acepta el orden político existente: obedece, pero lo hace a cambio de algo. Ese algo son los derechos—y sus diferentes combinaciones—que legitiman un régimen a los ojos de la sociedad.

O lo contrario. Por eso, en la literatura sobre democratización hablamos de “esferas de derechos”, de su proporción relativa y de su interacción. El “mix” de derechos civiles (libertades individuales, debido proceso), políticos (sufragio irrestricto) y sociales (el estado de bienestar) definen el contorno y el contenido de ese contrato social. También sintetizan tres tradiciones de pensamiento: liberal, democrática y socialista, respectivamente. En la álgebra del poder, la ecuación del hablar, votar y comer.

Imagine el lector, entonces, tres esferas que se superponen entre sí, como en un diagrama de Venn—sí, el de la escuela secundaria. En un orden democrático ideal, esas esferas de derechos—civiles, políticos y sociales—son amplias, robustas e intersectan en vastos espacios. Se refuerzan mutuamente. Allí también hay lugar para un cuarto tipo de derechos, para minorías: de género, étnicas, o de identidad y orientación sexual, entre otras. En esa diversidad reside la ciudadanía democrática, y todo eso sancionado por la Constitución, institución cuya premisa fundamental es que esos derechos se ejercen a plenitud únicamente si el uso del poder público está restringido a priori, o sea, dividido y limitado por normas estables.

La historia, estilizada. Entre la Primera Guerra y los años treinta se desmanteló el estado oligárquico, un régimen que contaba con las instituciones usuales de la democracia—o sus edificios, más bien, ya que la ciudadanía era restringida. Siguiendo con Venn, aquel era un orden con esferas de derechos reducidas. La Depresión abrió las puertas para la entrada de nuevos grupos sociales en demanda de un espacio legítimo. Y hacia mediados de siglo, esos grupos ya estaban organizados en una alianza social que tenía un distintivo ethos político: el populismo.

El populismo no favoreció la expansión de derechos civiles, que quedaron tan débiles como estaban. Su contrato social era votar y comer, más que hablar. Con la expansión del sufragio y la redistribución de ingresos—la incorporación de las clases populares—el populismo amplió derechos políticos y sociales. Así construyó ciudadanía, no obstante su clientelismo genético, y fue el protagonista de una etapa histórica democratizadora, aun a pesar de sí mismo. El problema principal fue su economía política, estructuralmente destinada a reproducir ciclos de auge y caida—“boom and bust”—y exacerbar sus correlatos políticos—inflación, conflicto distributivo y recurrente inestabilidad.

Eso hasta los setenta, cuando las dictaduras militares decidieron terminar con el populismo y sus parientes cercanos. Su objetivo fue corregir la inflación y terminar con la violencia política generadas por el populismo, claro que por medio de la mayor violencia política de la que se tuviera memoria. Ni votar ni comer y mucho menos hablar, que implicaba perder la vida. Las esferas de derechos nunca habían sido tan minúsculas.

En esos años la región aprendió la lección de los derechos humanos con sangre, literalmente. La principal moraleja fue que el progresismo, en sus versiones populista y socialista por igual, sistemáticamente había dado su espalda a los derechos civiles, menospreciando el valor de las libertades individuales y las garantías constitucionales. Esa fue la transición de los ochenta, el proyecto de escribir un nuevo contrato social, con tres—y hasta cuatro—esferas de derechos, robustas y dinámicas.

Democracia y “populismo” hoy. Ese proyecto se truncó al llegar el siglo 21, cuando la región comenzó a beneficiarse de términos de intercambio sin precedentes. Los precios de los bienes exportables en relación a los importables jamás habían sido tan favorables, ni el superávit de divisas tan holgado. Varios Gobiernos aprovecharon para desempolvar la retórica del populismo y el nacionalismo económico, redistribuir recursos, expandir las redes clientelares, concentrar poder en el Ejecutivo, re-escribir las constituciones a su medida, y así perpetuarse en el poder.

Algunos llaman a esto populismo del siglo 21. Se parece al original, pero el elefante también se parece al mamut—de hecho, su ADN es idéntico en un 95 por ciento—y no obstante son especies distintas; pertenecen a diferentes períodos históricos. Es una buena metáfora para esta discusión, porque si todo lo llamamos de la misma manera, terminaríamos como Maduro, que denomina fascista—un fenómeno europeo de la entre-guerra y punto—a todos sus opositores.

Más allá de la deseable disciplina conceptual, la diferencia más notable reside en que, precisamente por el contexto histórico, el contrato social del populismo del siglo 20 cumplió una función democratizadora. No amplió todos los derechos que una democracia liberal habría requerido, pero incluyó y construyó ciudadanía política y social. Este “populismo”, por el contario, posterior a la agenda y al movimiento de derechos humanos, tiene que reducir esferas para reproducir el contrato social del populismo original—comer y votar (siempre por el oficialismo, además) pero sin hablar. Y eso es autoritario, por la simple razón que restringir derechos—en lugar de ampliarlos y reforzarlos—es una definición de autoritarismo, aplicable a todo tiempo y lugar, y a toda orientación ideológica.

En este sentido, el apoyo a Maduro de los demás Gobiernos de la región bien podría ser más por temor al efecto contagio, como en las crisis bancarias, que por convicción ideológica. Porque si lo de Venezuela continúa y surgieran imitadores, esto se transformaría en una verdadera primavera latinoamericana. La incesante demanda por una ciudadanía plena: votar y comer, pero también hablar.

 

Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.

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