Emilia García Cabrera llora la muerte de su hijo sentada en una silla de plástico bajo la sombra de una gran enramada. Una cruz hecha con velas ocupa el centro del gran rectángulo de concreto. Una audiencia poco común es testigo de sus lágrimas. Medio centenar de hombres armados, vestidos con camisas negras que dicen Policía Comunitaria, la observa con cara de circunstancia. Están sentados con los rifles sobre las piernas. Junto a los sollozos se oye el murmullo del océano Pacífico, que moja la paradisiaca playa de Ixtapilla, en el municipio de Aquila, Michoacán.
Hidelberto Reyes García, de 12 años, murió cuando corría a buscar refugio dentro del restaurante Costa de Michoacán. Antes de que una bala le penetrara la cuenca del ojo izquierdo había salido a la tienda a comprar pañales. Fue el domingo 19 de julio, mal día para hacer el encargo. Los hombres de la comunidad habían salido a tomar la carretera, enardecidos por la detención de Cemeí Verdía, el líder de la policía rural de esta población de indígenas nahuas, ocurrida horas antes. Durante el bloqueo, armados con palos y rifles, habían encarado fuertemente un gran convoy de fuerzas federales formado por el Ejército, la Armada, policías federales y del Estado.
Los pobladores han responsabilizado al Ejército de la muerte. El general Felipe Gurrola, encargado de la seguridad en Michoacán, rechazó las acusaciones y explicó en una conferencia de prensa que los soldados únicamente hicieron disparos al aire para dispersar a la muchedumbre. Los testimonios de los heridos, sin embargo, contradicen la versión oficial.
“No fueron al aire. Yo no andaba volando como para que me dieran en el aire”, dice Delfino Antonio Alejo, de 17 años. Una bala le pegó centímetros debajo de la cintura y le perforó el glúteo derecho. Los doctores no quisieron extirpársela. “Me dijeron que puedo vivir así”.
Delfino asegura haber visto quien le disparó. “Fue el Ejército”, afirma con seguridad. “En el chaleco, en el pecho, decía Ejército mexicano”, narra. Relata que permaneció en la manifestación algunos minutos tras haber llevado ocho tacos de frijol a su padre, que asistió a la protesta. Cuando las cosas comenzaron a ponerse tensas, se retiró. Según su narración, los primeros vehículos del convoy no hicieron disparos. “Fue el séptimo u octavo el que empezó a tirar”, explica. Mientras corría hacia la costa comenzó a renquear y a sentir un intenso calor en la pierna. Un turista, presuntamente estadounidense, que se encontraba varado en la carretera por el bloqueo le ofreció ayuda para llevarlo al hospital, en el vecino Estado de Colima.
Se calcula que al menos dos helicópteros y cerca de 500 elementos de las fuerzas federales, participaron en la aprehensión de Cemeí Verdía, de 35 años. Lo arrestó la Policía Ministerial del Estado por poseer armas de uso exclusivo del Ejército.
La detención exhibe el fracaso del desarme que el Gobierno federal ha tratado de llevar a cabo en Michoacán, el cuarto Estado con más homicidios en México (registra 1.114 en lo que va de 2015). La entidad vio levantarse en armas a centenares de personas en 2013 para combatir el avance de cárteles del narcotráfico como Los Caballeros Templarios y La Familia Michoacana.
En enero de 2014 el presidente Enrique Peña Nieto envió a uno de sus hombres de confianza a pacificar el Estado. Alfredo Castillo trató de meter en cintura a las llamadas autodefensas. Creó Fuerza Rural, una nueva policía local. Uniformó a los improvisados agentes y registró sus armas ante la Secretaría de la Defensa. Aquellos que se mantuvieron al margen del acuerdo fueron castigados, como José Manuel Mireles, un carismático líder que hoy se encuentra en prisión.
Cemeí había sido uno de esos civiles que sacaron las armas para pelear contra los narcos. “El Gobierno le entregó un vehículo, tenemos documentos de que le dieron armas de cargo y su alta como policía. Que no vengan ahora a decir que es un pistolero desconocido”, señala su abogado, Ignacio Mendoza.
La defensa de Verdía ha llamado a declarar a Alfredo Castillo. “El acuerdo al que llegó con las autodefensas fue de palabra. Todo lo que hizo fue fuera del marco de la ley, por lo que no puede haber sanción”, dice Mendoza. “O liberan a Cemeí o todos los que están armados se van a la cárcel”.
El caso se presenta dos meses antes de que Silvano Aureoles asuma el cargo de gobernador de Michoacán. Días después de su triunfo en las elecciones del 7 de junio el perredista envió un mensaje claro: “No permitiré autodefensas en mi Gobierno”.
Estos hombres que han tomado el control de la seguridad tienen mucho respaldo popular. Pero no es generalizado. “Las cosas no se han hecho bien”, dice un comerciante del municipio de Aquila. “Se ha armado a gente que no tiene preparación. Los soldados y los marinos tienen capacitación y psicólogos y aún así cometen abusos. Imagínese a quienes no tienen nada de eso”.
Más de 160 hombres de la policía comunitaria mantienen un bloqueo carretero en la zona para presionar al Gobierno por la liberación de su líder. En el corazón de la protesta, el paraje Xayakalan, un joven de 17 años ve al horizonte. Luce un bigote incipiente y viste una camiseta de Batman y un sombrero vaquero. Del bolsillo de su pantalón se asoma, como si fuera una tirachinas, una nueve milímetros. “El narco nos pegó muy fuerte. Nos mataron a muchos”, afirma sin apartar la mirada de la vía. “Ya no ha muerto nadie”, dice. Corrige de inmediato: “Bueno, al niño. Pero a ese lo mató el Gobierno”.
fuente EL PAÍS