PARÍS.- Un grupo de jóvenes cantaba y aplaudía, como un coro góspel, en la Plaza de la República. «¡No tenemos miedo!» Alrededor, miles de personas prendían velas, pintaban en el suelo mensajes de esperanza y llenaban de carteles el monumento majestuoso que simboliza los valores sagrados de Francia.
Y de repente, el caos. «¡Corran, corran, despejen el lugar!» Policías con armas de guerra gritaban y buscaban donde parapetarse. Una estampida inundó la explanada que sale a los bulevares. «Hay tiros otra vez», «sonó una bomba», se oía. Había mujeres que arrastraban desesperadas carritos de bebe. Eran las 18.40 y en menos de un minuto la República quedó sola en su pedestal. Falsa alarma. Alguien oyó un ruido. La policía reaccionó y una ola de terror se apoderó de todos.
A las 19, el memorial espontáneo a los acribillados en la masacre terrorista volvía a llenarse de familias, de jóvenes decididos a desafiar la angustia y celebrar la vida. Había sido el objetivo desde el principio. Los parisinos, que pasaron del pánico del viernes al duelo desconcertante del sábado, se impusieron ayer exorcizar los miedos y juntarse en la calle aunque estuviera prohibido.
La idea era mostrarles a los extremistas que pueden seguir adelante. Por cambiar, cambió hasta el clima: de la llovizna angustiosa a un sol primaveral, radiante.
«La revancha de la libertad», decía una de las cartulinas pegadas con cinta scotch al pie de la República. Las lucecitas titilantes de miles de velas iluminaban los mensajes que no paraban de acumularse. «Nos quieren meter pánico, pero nos hacen más fuertes». «El amor es nuestra resistencia». «Bailar, sonreír, vivir».
Se fue llenando de a poco. Al caer la tarde, una multitud rodeaba el monumento de donde partieron todas las grandes manifestaciones en la capital francesa desde la Segunda Guerra Mundial. No importaba que el estado de emergencia vigente exija evitar cualquier aglomeración de gente.
Risas y lágrimas. Música en vivo. Muchachos que ofrecían «abrazos gratis» en una ciudad de gente conocida por su discreción con los extraños.
«Vine a mostrar que no tengo miedo. Fue un ataque a nuestra generación, a nuestro estilo de vida, a nuestro derecho a ser libres. Cualquiera de nosotros podía haber muerto el viernes», decía con los últimos rayos de sol Elsa Pillette, de 37 años. Se le cortaba la voz.
Por las calles aledañas, muy cerca de los bares donde el viernes fueron asesinadas decenas de personas, seguían llegando oleadas de gente con rosas en la mano.
En un ángulo de la plaza sonaba «La Marsellesa», cantada por unos 40 veinteañeros formados sobre una escalinata, agarrados de la mano, los brazos en alto. Siguieron con la festiva «Les Champs Élysées», de Joe Dassin.
«Hace 24 horas que estamos encerrados en casa, llorando. Teníamos la necesidad de juntarnos en la calle. Es nuestro barrio, nuestra vida. No nos van a echar», explicó Juliette Vigny, antes de que sus amigos retomaran el coro: «¡No tenemos miedo!, ¡no tenemos miedo!».
Otros seguían pintando en el suelo frases inspiradas por nostálgicos del Mayo Francés. «Continuaremos pensando», escribió alguien en tiza rosa. «Te amamos. No estamos asustados», puso otro. «Sonríe: yo no estoy en guerra», garabateó una chica de 32 años que solía ir con sus amigas a La Belle Équipe, bar en el que murieron a balazos 19 personas.
Una pareja de novios se besaba como si acabaran de rendirse los nazis. Había familias con bebés. Abuelos con sus nietos. Turistas que sacaban fotos, acaso sin otro lugar que visitar en una ciudad en la que siguen cerrados los museos, los cines, los teatros y las grandes tiendas.
El altar espontáneo crecía. Una mujer con anteojos negros se acercó al pedestal de la República a pegar una cartulina con la foto de dos adolescentes abrazados y un texto de un laconismo desgarrador: «Mathias y María, muertos en la barbarie, no los olvidamos».
Los bares de esa meca de la bohemia parisina estaban llenos, como un domingo cualquiera. Los que rodean la plaza, los de la zona del canal de Saint Martin y hasta los del boulevard Voltaire, donde está el Bataclan, escenario de la más bestial de las matanzas.
La calle sigue cortada alrededor de la sala de conciertos, vigilada por policías de elite que miran de arriba abajo a cualquiera que se acerca a las vallas. Tienen trabajo. Los parisinos no paran de llevar flores y velas hasta allí.
Cada tanto, una discusión. «¡No soy musulmana ni judía ni católica! ¡Soy francesa y punto!», le gritó una mujer a un hombre que despotricaba contra el islam en una esquina. La policía los dispersó cuando empezaban a apelotonarse los curiosos.
Los agentes se paseaban nerviosos entre la multitud. ¿No tenían orden de dispersarlos si seguía llegando gente, en respeto del estado de emergencia? «No, mientras se mantenga el orden», respondió uno de los uniformados, con un fusil apuntando al cielo y el torso cubierto de material antibalas.
A las 18 empezaba en Notre Dame el memorial religioso, el único autorizado por el gobierno. El sonido sobrecogedor de las campanas de la catedral acompañó la ceremonia con la Isla de la Cité blindada.
La misa no había terminado cuando el pánico estalló en la Plaza de la República. La estampida empezó frente al bar Carrillon, uno de los focos de la masacre, a cinco cuadras de distancia. Sonó un estruendo y los que rendían culto a los muertos se lanzaron a correr. Arrasaron con las velas y las flores.
La policía entró en alerta máxima en la plaza. «¡Fuera, fuera!», gritaban los que iban de uniforme. Otros, vestidos de civil, sacaron pistolas. Se refugiaban detrás de los árboles, mientras miles de personas huían en dirección contraria a la otra estampida, con la cara de espanto de quien corre por su vida.
Fueron 15 minutos de confusión que coincidían con el momento en que se confirmó que había un terrorista prófugo. Según fuentes oficiales, se trató de una reacción de paranoia colectiva disparada por la explosión de un petardo.
El duelo festivo se retomó como si nada, al instante. «Allons enfants de la Patrie…», volvió a oírse alrededor de la República hasta la medianoche. Abrazos, sonrisas, velitas, carteles con el eslogan «ni siquiera miedo».
Pero el pánico -quedó claro- sigue ahí.
fuente LA NACIÓN