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Adictos al paco: dos chicos cordobeses relatan el drama que amenaza su futuro

CÒRDOBA.- Escucharlos es meterse en la negrura más profunda, entrar en un mundo donde ni siquiera ellos tienen claro qué pasa. «Quiero más», repiten. Hablan con pasión y, a la vez, con dolor. Por momentos son conscientes de que se están destruyendo y en otros darían cualquier cosa por no verlo: son «piperos», consumidores de paco.

La realidad le gana a todo: sobre los hechos no hay negación política que valga. Un peritaje hizo que el gobierno local admitiera, hace dos semanas, la existencia de paco en la provincia. Alejandra, de 21 años, y Kevin, de 20, consumen paco desde hace más de cuatro años. Ella todavía lo hace hoy. Él dice que hace dos meses que no lo prueba.

Son de los que van «al fondo» de los barrios Muller y Maldonado, de la seccional Quinta de esta ciudad. Ahí están los «piperos». No son pocos. Algunos pasan horas y horas en unos baldíos; otros consumen en unos barrancos de la zona. ¿La clave? Estar cerca de los «transas», de los que venden. Es la manera de calmar la ansiedad que los ataca cuando empiezan a ver que se les acaba lo que tienen.
Alejandra y Kevin, antes del paco, fumaban porro. Les dieron a probar paco y el resto desapareció. «No sé explicarlo -se sincera ella-, pero no podés dejar. No tenés hambre, no tenés sueño, no sentís nada.»

Él la mira; sabe de lo que habla. Y agrega: «Estás como perdido, asustado, observando si hay alguien por atrás. Te pega la vagancia y sólo te reactivás cuando se termina y querés buscar más».

Kevin recuperó varios kilos desde que no consume. «Era sólo peluca, estaba flaco, consumido. Estaba gris», se describe. Lo cuenta sin dramatismo, como si hablara de otro, no de sí mismo. Alejandra estuvo a punto de «desaparecer» después de pasar cinco días «pipeando». Fue hace un tiempo y terminó internada en el Instituto Provincial de Alcoholismo y Drogadicción (IPAD).

«Me preguntaban qué consumía, qué era tan fuerte para estar así. Me hicieron análisis y se dieron cuenta de que era verdad que era paco. Estuve una semana, no aguanté más», señala. ¿Volverías a intentar un tratamiento?, pregunta LA NACION. «Ahora sí, pero también necesito un trabajo, poder ayudar a mi familia, que no me traten como a una delincuente», responde.

Sobre ese punto, el de ser vistos como «chorros», vuelven varias veces en la charla. Y lo hacen por comparación: les «jode» que algunos «transas» entren y salgan de la cárcel y que muchos «piperos» que «ratean» para poder comprar paco queden adentro.

No ocultan que el paco los empuja a vender «lo que sea» para comprarlo. «Ni los cubiertos dejé en mi casa», dice ella. «Un día le saqué los aritos a una nena mientras dormía», sigue él. Algunos vendedores de veneno les reciben ropa, electrodomésticos o teléfonos a cambio de la bolsita. Otros sólo quieren plata.

«Un día fui con 49,50 pesos y el otario no me quería vender -suelta Kevin-. Le tiré la plata por la cabeza. No me importaba nada, tampoco en mi casa. Si no te dan lo que querés te ponés como loco, salís a ratear, cualquier cosa.»

Un laberinto

¿Por qué consumen? Coinciden en que porque no tenían nada que hacer; estaban todo el día deambulando por el barrio, habían dejado la escuela, no trabajaban. Cada tanto hacían alguna «changa» como para conseguir la plata para la bolsita, pero todo empeoraba cuando ya no era una, sino cinco o diez.

Van cambiando de «transa» hasta encontrar uno que tenga el paco «personal». Así le llaman al «power», al que pega más. Le hacen asco al mentolado. Todos se conocen, los que compran y los que venden, por eso hablar y denunciar es riesgoso. Los amenazan, les advierten que saben lo que están haciendo.

La semana pasada, en la parroquia Crucifixión del Señor, comenzó a funcionar un comedor para los chicos del paco. Es la iglesia del cura Mariano Oberlín, el sacerdote que protege a las madres que salieron a pedir ayuda a través de LA NACION y terminaron amenazadas.

Alejandra afirma que invitará a otros «del fondo»; entre los «paqueros» hay chicos desde los 12 años. «Algunos duermen en autos, no se van. Vienen de otros lados a «pipear» y se quedan ahí. Es que es difícil, el cuerpo te pide más y más.»

Dan nombres y comentan quién perdió más kilos, quién tiene más dificultad para respirar, quién para caminar. La transformación física -aseguran- es cuestión de días.

«Es como que se te mete el diablo -intenta explicar Kevin-. Te ensatanás. Cuando fumaba porro daba unas secas, comía y me iba a dormir. Con el paco no se puede. Cuando te despertás te duele la cabeza, te duele todo el cuerpo.»

Lleva dos meses en una casa que depende de la parroquia y empezó a estudiar y a trabajar. Los primeros días fueron un infierno: «Me quería ir; me levantaba a la madrugada para escaparme. Me llevaron al médico y me ayudaron. Ahora ya salgo solo a hacer compras, antes no. Si los otros pueden dejar el paco, «mortal». Yo voy a seguir acá unos meses más».

«Maldita la hora en que no tengo nada que hacer; si me voy al fondo, chau», reconoce Alejandra. Está esperando poder entrar en la casa que, por ahora, no tiene mujeres. Jura: «Esta vez le doy para adelante, ya no puedo parar, tengo que salvarme».

Hasta hace unos días, el paco «no existía» en Córdoba, al menos no para las autoridades. Alejandra y Kevin llevan tiempo conviviendo con él; son hijos de algunas de esas madres que piden ayuda desde la impotencia.

 

fuente LA NACIÒN

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