Por Antonio Caño
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha supuesto la confirmación más rotunda del éxito de la demagogia, el nacionalismo y las ideologías de odio que en los últimos años han proliferado en distintas partes del mundo. Es muy posible que la corriente no se detenga ahí. En varios países de Europa se va a poner a prueba muy pronto la fortaleza del actual sistema de democracia liberal frente a la acometida de proyectos igualmente extremistas, xenófobos y populistas.
El crecimiento de ese fenómeno ha coincidido casi simultáneamente en el tiempo con la crisis de los periódicos provocada por la revolución tecnológica. Esto no significa que los cambios políticos ocurridos en los últimos años se expliquen exclusivamente por la pérdida de influencia de los diarios impresos y la aparición de medios de comunicación alternativos. Pero sí parece evidente que una cosa y otra están estrechamente vinculadas, y que los periódicos estamos hoy obligados a hacer nuestro trabajo con menos recursos y en un entorno político que representa una seria amenaza a la libertad de expresión y muy particularmente a la libertad de prensa.
Una de las características de ese nuevo populismo en ascenso es su hostilidad con la prensa, especialmente con la prensa profesional. Con el pretexto de la presunta comunión entre los medios más implantados y un perverso establishment, los políticos que se presentan en defensa del pueblo, de la gente, de los de abajo frente a los de arriba, intentan antes que nada laminar la credibilidad de los periódicos con el objetivo de eliminar obstáculos en su camino y dejar espacio a otros medios —confidenciales, cuentas de redes sociales, blogs— que ellos controlen y con los que puedan acceder sin intermediarios a su público, a sus votantes.
Esta estrategia se ha hecho brutalmente obvia en Estados Unidos. En una reciente conferencia en Madrid, el director de The Washington Post, Martin Baron, detalló la lista de improperios que Trump había vertido en los últimos meses contra los medios de comunicación, de forma más sistemática contra el suyo propio y The New York Times: “Asquerosos”, “escoria”, “la forma más baja de vida”, “enemigos”, “basura”. Ha habido más desde que nuestro colega pronunció su discurso.
Se pretende arruinar el crédito de los periódicos situándolos con desprecio en un rincón de la historia
No han sido muy diferentes los términos en que los líderes de un partido en España se han referido a la prensa y a EL PAÍS en particular. Entre decenas de calumnias e insidias que evito enumerar para no ayudar a su difusión —la repetición de falsedades hasta convertirlas en verdad es una táctica clásica—, voy a mencionar únicamente la campaña en Twitter contra este periódico bajo el hashtag “Máquina de Fango” en noviembre pasado en respuesta a las informaciones sobre un discutido episodio de venta de una vivienda pública.
El propósito en todos los casos es evidente: destruido el prestigio y la credibilidad de los medios principales, nada de lo que ellos critiquen tendrá impacto entre mis seguidores. Le ha funcionado a Trump, que consiguió sobrevivir al escándalo de sus agresiones sexuales a las mujeres y que ha evitado hasta ahora presentar la declaración de impuestos que la prensa le ha reclamado. Y le ha funcionado a otros, que han podido despreciar sin aclarar las sospechas sobre sus fuentes de financiación.
Hay muchos casos similares en otros países con diferente orientación ideológica —la Polonia de Kaczynski, la Argentina de Kirchner, la Italia de Berlusconi son algunos de ellos—, todos con los mismos componentes: políticos pretendidamente antisistema, medios de comunicación tradicionales y medios de fácil creación en Internet que sirven para difundir la propaganda, las fantasías o, llegado el caso, las mentiras de quien se quiere ofrecer como alternativa al decadente sistema en vigor.
Esto ha sido posible, en parte, por los errores de los propios periódicos. Baron citó que solo un 32% de los ciudadanos norteamericanos conceden credibilidad a la prensa de su país, lo que supone una caída de 25 puntos desde 1999. La situación en España es solo ligeramente mejor. En el informe de 2015 del CIS sobre esta materia, los españoles otorgaban a los medios de comunicación una valoración de 4,28 puntos sobre diez. Un 15% de la población no confía nunca o casi nunca en los medios, frente a un 2,5% que confía siempre o casi siempre.
Se podría decir que el desprestigio que el moderno populismo trata de causar a los periódicos solo viene a contribuir al descrédito que los periódicos se han venido labrando por sí mismos en los últimos años. Su excesiva cercanía al poder, su distancia con los lectores, su endogamia y arrogancia impidieron a veces que los diarios hiciéramos una adecuada interpretación de los hechos. En nuestra ceguera, incluso despreciamos durante bastantes años la avalancha digital que se nos venía encima y que acabaría por poner en duda nuestra existencia.
Ese desafío, la transformación a un mundo digital, nos ofrece gigantescas posibilidades de cara al futuro. Pero también, en el presente, nos ha hecho mucho más vulnerables —no solo frente a los demagogos que tratan de anularnos, sino también frente a otros actores políticos o económicos que tratan de controlarnos—, precisamente en el momento en que una prensa independiente y fuerte es más necesaria que nunca.
No me importa insistir en los errores que los periódicos hemos cometido y cometemos cada día. Exageraciones, inexactitudes, frivolidades, omisiones, descuidos… están a la orden del día en una profesión que, además, ahora se ve obligada a trabajar en peores condiciones laborales. Pero todos los defectos imaginables no son suficientes para olvidar la decisiva función de vigilancia que los periódicos cumplen en una sociedad democrática. Sin ellos, simplemente estaríamos a merced de los embusteros y los manipuladores.
En ocasiones, se pretende arruinar el crédito de los periódicos situándolos con desprecio en un rincón de la historia. Se trata de presentar la realidad como una lucha entre las ideas del pasado, representadas por los periódicos tradicionales, y las nuevas ideas que transportan los nuevos medios digitales. No es así. Lo cierto es que tanto The Washington Post como EL PAÍS son también los principales periódicos digitales en sus respectivos mercados, y que la verdadera batalla no es tecnológica sino profesional, no es entre papel y web sino entre quienes cumplen las reglas del periodismo auténtico y quienes las violan sistemáticamente.
Se habla mucho en estos tiempos de las fake news, de la posverdad. Las principales redes sociales se precipitan a tomar medidas para responder a esa amenaza, conscientes de que la desaparición del valor de la verdad significa simplemente la desaparición de todos los valores que nos permiten convivir.
En la preservación de esos valores los periódicos ocupan un papel determinante. Los periódicos tienen orientación ideológica, por supuesto. Defienden unas ideas frente a otras y son el reflejo de un determinado modelo de sociedad frente a otros. Ese es el juego de la pluralidad. Pero los intereses de los periódicos están limitados al suministro de información veraz a sus lectores, y su actuación está claramente marcada por un código ético que deben respetar. No debería leerse esto como simple retórica en una época en la que, sencillamente, está en juego la democracia tal como hoy la conocemos.
Donald Trump y sus imitadores en otros países no son una pesadilla de la que nos despertaremos pronto para encontrarnos en el mismo punto en el que estábamos. Esta ola de populismo y ultranacionalismo pretende transformar radicalmente el sistema político bajo el que vivimos. Si puede, se llevará por delante la libertad de prensa. Por esa razón, la libertad de prensa, los periódicos saludables, rigurosos y libres, son el mejor dique que le podemos ofrecer.
fuente EL PAÌS