Como en el llamado «juego de la gallina», en el que dos autos avanzan en dirección contraria hacia un choque frontal, Cristina Kirchner y Florencio Randazzo apretaron el acelerador a fondo, siempre con la convicción de que el adversario iba a pegar el volantazo justo a tiempo. Hoy, el choque parece inevitable, y el objetivo parece haberse modificado: el ganador será el que compruebe su eficacia en la reducción de daños.
Cerca de la ex presidenta apostaban a que Randazzo no iba a animársele. Creían que los intendentes que todavía lo rodean finalmente lo convencerían de que, después de tensar la cuerda durante meses, era mejor un acuerdo. Calculaban que a la hora de la verdad primarían los intereses propios de los jefes comunales, siempre con los ojos puestos en la gobernabilidad de sus territorios.
Los apóstoles del Randazzo también se cansaron de repetir que Cristina no jugaría. Decían a quienes los quisieran escuchar que ella estaba en retirada y que sólo quería asegurar lugares «entrables» para «los pibes» de La Cámpora. Los planes empezaron a estallar en los últimos días, cuando de uno y otro lado comprobaron que se habían equivocado en los pronósticos. Entonces la dinámica instalada hacía inviable el retroceso.
En el campamento kirchnerista aseguran que se eligió el único camino posible, de acuerdo con el plan estratégico que tiene por objetivo recuperar el poder en 2019. Los llamados a la construcción de un frente amplio y heterogéneo para enfrentar al Gobierno, explican, tenían una única condición no escrita. Podía discutirse todo menos el liderazgo de la ex presidenta. Unas PASO contra Randazzo hubiesen instalado en el centro de la campaña un revisionismo incómodo para Cristina.