Patricia Sandoval tiene 37 años, es hija de padres mexicanos y nació en los Estados Unidos. El domingo pasado fue una de las oradoras en la marcha en contra de la legalización del aborto. Anteayer se reunió con diputados de Pro para contar su historia: abortó por primera vez cuando tenía 19 años y, sin éxito, con los métodos anticonceptivos quedó embarazada otras dos veces. Y volvió a abortar. Dos meses después empezó a trabajar en la clínica Planned Parenthood, en California, donde la interrupción del embarazo es legal. Pero allí conoció lo que nunca le habían contado: «Pensaba que tras un aborto iba a ver un coágulo, pero me encontré con manos, piernas, uñas, huellas digitales, pelos. Era un ser humano completo. Roto en cinco partes».
-Cuando el domingo contaste tu historia, varias personas se desmayaron. ¿Por qué?
-En algunos casos eran mujeres que abortaron, que quedaron en shock cuando escuchan la verdad de lo que les pasó. Otras se desmayan porque no pueden escuchar nada que tenga que ver con sangre. La verdad es que el aborto es un procedimiento muy cruento y doloroso.
-¿El impacto es porque no se sabe cómo es un aborto?
-Es un holocausto silencioso. No se conocen testimonios de mujeres que cuenten cómo lo vivieron. No hay médicos que cuenten cómo es el síndrome posterior. Abortar te destruye como persona.
-Dijiste que el miedo es la principal razón del aborto. ¿Por qué?
-Las mujeres sienten que no tienen apoyo. Sentimos miedo a tener que cambiar de planes por la llegada de un hijo que no esperamos.
-¿Qué creés que no se sabe del aborto?
-Los médicos ocultan la verdad. Dicen que lo que vas a perder es una bolsa de células que no es una vida. Pero es mentira. Lo que vi salir en los abortos a los que asistí, fueron bebés. Vi manos, piernas, ojos, dedos con huellas digitales, pelos. Lo que más me horrorizó fue que casi todos salían con la boca abierta, como si estuvieran gritando.
-¿Cómo imaginabas que iba a ser?
-Yo aborté tres veces en un año. Me dijeron que era una bolsa de células, un coágulo. No me dejaron escuchar los latidos. No vi nada. Pero un tiempo después, cuando entré a trabajar a la clínica como asistente, empecé a ver lo que ocurría del otro lado de la paciente.
-¿Qué ocurría?
-El primer día quedé impresionada. Había una jeringa del largo de un antebrazo, una cánula con un bisturí y una aspiradora. El médico inyectaba siete veces a la mujer y después empezaba a sacar tejido. Había mucha sangre. Cuando había salido una cierta cantidad y después de cinco minutos, el aborto había terminado. La otra asistente y yo nos llevamos lo que había salido y lo vertimos en una palangana de vidrio. Allí, ella empezó a buscar las partes: tenía que haber cinco. Primero encontramos una mano, después la otra, las piernas y por último el torso. Las manos tenían dedos, uñas, huellas dactilares, pelitos. Eso no era un saco de células. Era una persona. Rota en cinco partes.
-¿Cómo te impactó esa imagen?
-Quedé shockeada. Sentía que me habían mentido sobre el aborto. A nadie le importa la salud de la mujer. Esto es un gran negocio.
-¿Por qué entraste a trabajar en la clínica?
-Después de haberme hecho tres abortos, me sentía agradecida con ellos. Pensé que iba a ayudar a muchas chicas que no querían ser madres. Vi un aviso que buscaban asistentes de habla hispana y me contrataron como enfermera, aunque era estudiante. Pero lo primero que vi en la clínica fue el engaño. Cualquier vocabulario que diera dignidad humana, era rechazado. No podíamos decir «bebé», «madre», «latidos», ni siquiera «feto». Las mujeres no podían escuchar el ultrasonido.
-¿Qué fue lo que te hizo cambiar de opinión sobre el aborto?
-Después de la primera experiencia, trabajé un mes más. Me preguntaba cómo mis compañeras podían seguir con sus vidas después de haber visto lo mismo que yo. Pero a nadie parecía importarle. Al final del día teníamos que descartar los cuerpitos de los abortos. Una enfermera me llevó al freezer donde los guardaban. Eran bloques de hielo en los que se veían partes de cuerpos. Nada podía ser más macabro. Aguanté un mes. Un día llegó una chica de 16 años, embarazada de seis meses, de mellizos. Y me tocó asistirla a mí. Yo dije basta. No soportaba la idea de tener que ver a dos hermanos despedazados. Y ese día me fui.
-¿Cómo siguió tu vida? ¿Cómo te convertiste en una militante contra el aborto?
-El síndrome posaborto fue difícil. No aguantaba oír a un bebé, estaba irritable. Cuando salí de la clínica sentía que tenía un hueco en mi vientre. Pero lo que me resultó insoportable fue vivir con la idea de que había participado de la matanza de tantos bebés. Empecé a consumir cocaína y metanfetamina. Perdí mi casa, dejé la universidad y por tres años viví en la calle. Un día no pude más. Sentada en la vereda empecé a llorar y a pedirle perdón a Dios. Y una mujer que trabajaba en un café enfrente me abrazó y me dijo: «Jesús te ama». Y se ofreció a llevarme a mi casa. Me llevó a lo de mi mamá. Sentía mucha vergüenza de contarle todo. Pero ella me dijo que hacía tres años estaba orando por mí.
fuente LA NACION