Messi, semiagachado después de patear la pelota al cielo y de sacarse la cinta de capitán, con las manos posadas en sus rodillas. Messi y ese rostro desbordado por el dolor y la impotencia. Messi y la Selección de nuevo jaqueados ya no en una final, sino en el debut de un Mundial. Si las dudas eran múltiples ahora lo son todavía más. ¿Cómo responderá Argentina luego de este impacto, de un empate que es igual a una derrota porque, a pesar de la búsqueda, no pudo quebrar a una selección como Islandia, intensa, potente, pero que se estrenaba en la máxima competencia futbolera universal? No hay excusas: no hubo equipo. Atrás, ante cada momento de ataque adversario, brotaron todas las fragilidades imaginables. Del medio hacia arriba, a Leo nadie lo potenció. Y como no fue el día del 10, todo terminó mal. Una pena total. ¿Y ahora qué?
Aquí, en un sitio de privilegio, a menos de cinco metros del banco de suplentes argentino, se notaba que Sampaoli no tenía paz. Iba y venía. Su rostro, cada vez que se daba vuelta y quedaba de cara a la tribuna, decía que era un hombre en estado de sufrimiento. Es que Argentina no entregaba garantías de funcionamiento colectivo para exprimir y oxigenar a ese genio llamado Messi y tampoco para resistir atrás cuando la Cenicienta Islandia salía de su postura cuidadosa, replegada, y se animaba a desafiar a la potencia con la intensidad de todos y con las sutilezas y los cambios de ritmo de su hombre más lúcido, Gylfi Sigurdsson.
Si Argentina no se retiró perdiendo al descanso fue por Caballero, desprotegido por una defensa que sufrió en cada pelotazo cruzado a espaldas de los marcadores centrales, desbordados por la altura y la potencia de Islandia, con Otamendi más confiable que Rojo, quien exhibió imperfecciones peligrosas en las salidas por abajo.
Hubo una Selección insegura que ni siquiera logró estabilidad con esa definición cautivante de Agüero, de zurda, arriba, a un ángulo, tras aguantar a Ragnar Sigurdsson. El máximo paradigma de la fragilidad es que sólo pudo aguantar cuatro minutos el 1-0.
Penal contra Cristian Pavón que el árbitro ignoró
Hubo imperfecciones en el retroceso, en especial por la izquierda, donde Salvio demostró que le falta oficio de marcador lateral y un par de veces Tagliafico quedó expuesto en inferioridad numérica. Por ahí, por la banda del ex Independiente que ahora juega en el Ajax, nació la igualdad vikinga, en una situación que antes del toque goleador de Finnbogason viajó de la derecha a la izquierda, volvió a su lugar de origen y se definió por el centro después del último esfuerzo de Caballero, con defensores estáticos.
Le costó una inmensidad a Argentina penetrar la doble línea de cuatro que Islandia paraba en la puerta de su área, con los once en su campo en un formato 4-4-2. Si Messi no bajaba para pedirla, para encarar, para proponer una pared y para profundizar (sí, todo eso debía hacer Messi), nadie se hacía cargo. Meza quedaba demasiado pegado a la raya y lejos de la circulación. Di María se asociaba poco y, cuando desbordaba, no finalizaba con justeza. Los pases de Mascherano y de Biglia eran laterales; ninguno de los dos encontraba cesiones entre líneas.
Por algo las posibilidades de gol de Argentina, más allá del grito de Agüero, eran por remates desde afuera (dos de Messi) o por centros llegados de jugada con pelota detenida, en general cabeceados por Otamendi… Por algo a los ocho del segundo tiempo, cuando Islandia intentaba protagonizar y de nuevo asustaba, cuando la Selección definitivamente había perdido hasta la pelota, Sampaoli sacó a Biglia y puso a Banega… Por algo Sampaoli gritó como un gol el empujón a Meza cobrado como penal, un penal claro, sin nada para debatir, al revés de la mano en la etapa inicial de Ragnar Sigurdsson reclamada aquí al grito de “VAR, VAR, VAR” sin razón porque no hubo intención.
¿Qué más podía pedir Argentina que un penal a favor en su peor momento? Nada. O sí: podía pedir que Messi no fallara. Pero Leo lo anunció y Hannes Halldorsson se lo desvió. Un mazazo que los más de 30 mil argentinos que aquí alentaban trataron de combatir impulsando al 10: “Olé, olé, olé; Leo, Leo”.
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Como Banega por adentro tampoco encontraba los caminos y Argentina centralizaba demasiado sus ataques, Sampaoli mandó a la cancha a Pavón y sacó a Di María. ¿Un mensaje a futuro? Por lo pronto, buscaba explosión por afuera. Desborde. Y el de Boca en la primera aceleración generó otra polémica: Saevarsson lo tocó abajo. Era penal, pero el polaco Marciniak no lo cobró tal vez porque lo engañó la caída exagerada por Kichán.
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Ya con Islandia sin atravesar la mitad de la cancha, hubo un tiro apenas desviado de Messi desde afuera. Sampaoli mandó a otro “9” a la cancha, a Higuaín, para los últimos diez minutos. Como sea había que quebrar a esa defensa vikinga formada por hombres que dejaban la piel en cada cierre, en cada contacto, en cada instante, y con un arquero inspirado también para reaccionar ante un centro de Pavón que nadie tocó y que se metía picando por el segundo palo.
Hubo otro intento desviado de Messi: como tres rivales le tapaban la zurda, salió hacia la derecha y le dio con su perfil menos apto. Y un tiro libre más, otro más, el último. Ahí el remate de Leo pegó en la barrera. Enseguida vino esa imagen del genio desconsolado, impotente. Y sí. Nada salió. Desencanto total. ¿Y ahora qué?
Moscú. Enviado Especial/CLARÍN