En la Argentina de Milei, la ortodoxia fiscal no alcanza para calmar a las fieras del mercado. Y eso que el manual parecía claro: disciplina en las cuentas públicas, un Fondo Monetario conforme, inflación a la baja. Sin embargo, el riesgo país se empecina en no bajar la guardia.
Después de 17 meses consecutivos con superávit, el Gobierno esperaba que el reconocimiento internacional llegara solo, como premio automático al ajuste. Pero no. Ni el FMI ha traído consigo un aura de estabilidad duradera ni los bonos despegan con entusiasmo.
La inquietud persiste porque el superávit, por sí solo, no logra disimular las grietas estructurales: una economía aún fragilísima, reservas que siguen en terapia intensiva y un contexto social cada vez más erosionado por los efectos del ajuste.
Milei ha construido su relato en torno al sacrificio fiscal, casi como si fuera el gesto redentor definitivo. Pero ahora se enfrenta al dilema más complejo: ¿qué pasa cuando ese sacrificio ya no conmueve ni a los mercados ni a buena parte de la sociedad?
En plena campaña para las legislativas de octubre, el presidente redobla la apuesta con una “segunda temporada” de la motosierra. El problema es que el electorado también empieza a pedir dividendos: empleo, consumo, señales tangibles de recuperación.
Mientras tanto, los analistas financieros apuntan con sutileza, pero sin piedad. Aseguran que el Gobierno sobreestima el poder del superávit como blindaje. Ignora, dicen, los desequilibrios externos, la dependencia del «carry trade» y el riesgo latente de que todo ese delicado castillo de disciplina fiscal se venga abajo si los flujos de capital pegan media vuelta.
Argentina no es solo un Excel, y los mercados —aun los más duros— lo saben. La confianza, esa variable tan escurridiza, todavía está en pausa. Y no hay tijera que la obligue a activarse.