Son de Federico Jeanmaire, ganador del Premio Clarín de Novela 2009 con su “Más liviano que el aire”, y Selva Almada, autora de “El viento que arrasa”, libro del año según la encuesta realizada por Revista Ñ.
Los inocentes
Por Selva Almada
Está acostumbrado a la matanza de animales. Desde su nacimiento lo acunaron los alaridos de los chanchos antes de pasar a degüello.
Es el único hijo de un matrimonio que se casó grande y que ya se resignaba a no tener descendencia, cuando recibieron la noticia del embarazo como un milagro navideño, porque se habían enterado para esas fechas. Al principio tuvieron miedo: el fantasma de un niño enfermo, los perseguía día y noche. Y ella, que nunca fue devota, se había puesto a rezar también noche y día y se había encomendado a San Ramón Nonato. Todo salió bien: el chico nació sano y fuerte y ella lo largó de una escupida, como le dijo la enfermera al padre que esperaba en el pasillo del hospital.
Viven en las afueras del pueblo, a unos doscientos metros de la ruta, y se dedican a criar y faenar animales de granja.
Entonces él, Vito, que tiene ocho años y acaba de terminar el tercer grado con buenas notas, está acostumbrado a ver morir animales, al olor de la sangre que cae en el sumidero del galpón que se usa de matadero, al mosquerío que se junta en el tacho donde arrojan las vísceras. Le gusta ayudar a sus padres que, sólo para las fiestas, cuando hay más demanda, pueden permitirse contratar un peón.
Hace varios años que Vito manguerea el piso de cemento del matadero, alimenta a los animales, pela lechoncitos y pollos: ambos se pasan por agua hirviendo, pero al lechón se lo pela con cuchara y al pollo a los tirones nomás.
Así como la madre se volvió creyente de la noche a la mañana, así también se le pasó la devoción al poco tiempo del parto, cuando estuvo segura de que su hijo estaba entero. Era tanto el trabajo que no tenía tiempo para seguir dedicándoselo a Dios.
Vito creció ignorante de la religión y sus ritos. Navidad, sí. Y Reyes, pero para él no eran sino el pino con sus adornos y los regalos bajo las ramas artificiales. Y también un ángel de porcelana con alas de plumas verdaderas que le regaló una tía cuando nació, aunque hasta ese año no supo lo que era realmente un ángel.
Hizo su primer año de catecismo y empezó a enterarse de algunas cosas. Que los ángeles cuidan a los niños fue su primera revelación. Así que cada noche, Vito le habla a su ángel de porcelana, como si fuese el amigo invisible que nunca tuvo. Se entusiasmó con las historias que les contaba la catequista: la caminata sobre el agua, la multiplicación de los panes, la estrella de Belén.
Pero una en particular, lo dejó impresionado. La historia de Herodes y la muerte de todos esos niños… cada vez que escucha los chillidos de los animales sacrificados que, en esta época, sobre las fiestas, es cosa de todos los días. ¿Así llorarían esos nenes, arrancados de los brazos de las madres? ¿Así gemirían las madres con los brazos vacíos? A la noche tiene pesadillas. Por suerte, allí está el ángel para consolarlo, para darle ideas: esconder a los animales del cuchillo de su padre, como hicieron San José y la Virgen con el Niño Jesús.
Una madrugada, se decide. Se levanta y silencioso atraviesa las habitaciones de la casa. Sale y camina hasta los corrales del fondo. Abre las tranqueras y empuja suavemente a los lechones que gruñen y vuelven a echarse unos sobre otros. Va hacia los corderos y tampoco hay caso: soñolientos, se arrinconan cerca de las madres. Vito se desespera. Tendrá que sacarlos uno por uno, a upa, atravesar la ruta, esconderlos en el cañaveral de un campo vecino. Esa es una buena idea y está seguro de que no se le ocurrió a él, que fue el ángel quien se la sopló adentro de la cabeza.
Agarra un corderito. Pesa bastante, pero él es un chico fuerte, acostumbrado al trabajo. Es suave como un muñeco de felpa. Corre con el animal en brazos. Siente el calor de la lana contra su cuerpo. De tanto en tanto mira para atrás por si sus padres se despertaron. Pero la noche sigue calma y estrellada. Pone los dos pies sobre el asfalto, ya está cerca de salvar al primero.
Entonces las luces, pequeñas y lejanas, se transforman rápidamente en un gran resplandor. Y Vito sonríe porque sabe que es el ángel que viene a ayudarlo.
Amelia y Papá Noel
Por Federico Jeanmaire
Mamá me lee un cuento en la cama. Uno que me gusta un montón. De un dragón chiquito y verde que se queda sin fuego para tirar por la boca y, al final, termina yendo con su mamá dragón a visitar a un viejo dentista que lo cura. Hace mucho que me lo lee. Porque nos gusta a las dos: a mí porque sí, porque me gusta, yo qué sé, y a ella porque el cuento logró que me lave los dientes todas las noches antes de acostarme. El viejo dentista lo cura cuando le regala un cepillo y la pasta y el dragón empieza a lavarse los dientes. Por ahí, si me los lavo bien, un día también yo puedo escupir fuego. Ojalá. Me encantaría quemarle los pelos a Amparo cada vez que me dice que soy tonta. No todos los días porque la quiero, es mi amiga, mi mejor amiga, sólo lo haría cuando se ríe y me grita que soy una tonta. No me gusta cuando hace eso, yo no soy ninguna tonta. Pero no quiero hablar de eso, quiero hablar de que mi mamá me está leyendo el cuento en la cama y, de repente, cierra el libro, me mira a los ojos y me dice que tiene que contarme algo muy importante. Muy pero muy. A mí me da un poco de rabia, ¿acaso no puede esperar a terminar el cuento para decirme lo que quiere decirme? ¿Tan importante puede ser? Entonces se lo digo. Le digo que si acaso no puede esperar y contármelo después, más tarde, apenas termine de leerme el cuento del dragón que se quedó sin fuego. Pero no. Me dice que no. Que es muy importante. Que Papá Noel me va a traer de regalo un hermanito.
No entiendo lo que me dice. Yo le había pedido la play. La verdad es que no entiendo. Por eso le explico lo más cariñosamente que puedo que yo le había pedido la play a Papá Noel, que estamos en invierno, que falta muchísimo para Navidad, que ya veré si quiero algo más cuando haga más calor y se acerque la fecha. Mi mamá se sonríe. Y me acaricia el pelo. Como quieras, Ame, pero cuando empiece a crecerme la panza no me digas que no te avisé. Por favor, la play también te la va a traer si es que te portás bien. Luego termina de leerme el cuento, me da varios besos con abrazo, me vuelve a acariciar el pelo y se va.
Eso fue anoche, claro.
Hoy a la mañana, en el jardín, lo primero que hice fue ir corriendo hasta donde estaba Amparo y contárselo. Aunque, claro, no le conté que me lavo los dientes a ver si algún día del futuro en que me diga tonta le puedo quemar el pelo. Eso no se lo conté. Mejor, que no se lo conté. Porque, mientras se reía, me aseguró a los gritos que Papá Noel no existía, que eran los padres y que yo era una tonta retonta requeterecontratonta por creérmelo. Entonces, tomé aire con todas mis fuerzas y le soplé la cabeza. Pero no me salió ningún fuego. Una pena. Una verdadera pena. ¿Cuánto tiempo habrá tardado el dragoncito en recuperar su fuego desde que empezó a lavarse los dientes? El cuento no lo dice. ¿Cuánto me faltará, todavía?
Por supuesto, como no me salió el fuego y no le pude quemar los pelos, le grité que la más architontísima era ella, que los padres no eran Papá Noel, que cuando le había pedido la play a mi mamá, mi mamá me había contestado que no podía comprármela, que era muy cara, que mejor si se la pedía a Papá Noel, que en una de esas tenía suerte y él, que tenía mucho mucho mucho más dinero que ella, me la traía.
En medio de la risa más horrorosa de todas las risas horrorosas que le he visto, Amparo se fue a jugar con otra nena y, desde lejos, me gritó que prefería no perder más el tiempo con alguien tan pero tan tonto como yo. Pero no me largué a llorar. No. Que dijera lo que quisiera. No me importaba. Volví a soplar con todas mis fuerzas hacia donde estaba jugando. Aunque, esta vez, tampoco me salió nada de fuego por la boca. Igual, a mí Papá Noel me va a traer la play. Y capaz que también me trae un hermanito. A ella, que se porta tan mal y dice tantas mentiras, seguro que no le trae nada. Además, si lo ayudo a mi hermano a lavarse los dientes desde chiquitito, por ahí, algún día, él puede ayudarme a quemarle todos los pelos a Amparo cuando me grita tonta.