Guerrero tiene una sierra inexpugnable donde la civilización no llega, donde viven jaguares y se siembran amapolas. Tiene una Costa Chica, poblada por negros descendientes de esclavos libertos, donde la tierra tiembla ferozmente: en Guerrero tampoco da tregua la naturaleza. Guerrero son Acapulco o Zihuatanejo, con sus mansiones sobre el Pacífico, y los pueblos en la montaña de Cochoapa el Grande o Metlatonoc, los más pobres de México. Guerrero es paraíso y es infierno, y en Iguala, en su pleno corazón, salieron a pasear todos los demonios el 26 de septiembre.
No deja de ser paradójico que uno de los primeros en hablar de los hechos fuera del propio alcalde de Iguala, José Luis Abarca, antes de pedir licencia de su cargo y huir con su mujer. Lo entrevista Adela Micha, celebridad mediática. El alcalde habla con voz parsimoniosa y los circunloquios habituales en algunos funcionarios mexicanos, salpicando su relato de vocativos –«mi querida Adela»–. Dice que ese viernes rendía su primer informe de gobierno la presidenta municipal del DIF, o sea su mujer, María de los Ángeles Pineda (el DIF es el organismo público encargado de dar cauce a las políticas de asistencia social y generalmente lo preside la consorte del jefe de gobierno, sea municipal, estatal o federal). «Al término de eso, como es costumbre y tradición, se ponen por ahí unos conjuntos musicales para romper con el baile». Abarca cuenta que estuvo bailando y que al cabo de una hora, se fue a cenar con su familia. En el camino, dice, lo llama su secretario de seguridad pública, Francisco Salgado, hoy en busca y captura, quien le cuenta que en la plaza hay unos estudiantes «normalistas» encapuchados, quitándoles los bolsos a las mujeres y armando bronca. «Entonces le di la instrucción: por favor, comandante, no caiga en provocación, no quiero un solo golpe, estos muchachos así son. Ya los conocemos».
Cuna de movimientos guerrilleros
«Así son». La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa parece una cápsula del tiempo enviada desde los años sesenta del siglo pasado. Situada en un fértil valle, en el municipio de Tixtla, tierra natal del héroe nacional que da nombre al estado, Vicente Guerrero, en sus altavoces suenan sin descanso canciones e himnos revolucionarios, y sus muros están decorados con consignas y personajes que sirvieron a la causa. Entre ellos, Lucio Cabañas, guerrillero muerto en la sierra a manos del Ejército en los años más duros de la llamada «guerra sucia» y maestro salido de estas aulas.
Las «escuelas normales», que forman a maestros rurales, se fundaron en los años veinte, en plena construcción del discurso oficialista de la Revolución, con la idea de llevar la educación al pueblo, y fueron alentadas especialmente por el presidente Lázaro Cárdenas. Ayotzinapa nunca ha escondido su vocación socialista. Sistemáticamente opuesta al gobierno en todas sus instancias, es moneda corriente que sus estudiantes tomen alguna caseta de la Autopista del Sol, que lleva a Acapulco, para pedir la voluntad a los automovilistas, o directamente la paralicen con alguna reivindicación. En diciembre de 2011, la bloquearon en contra de la reforma educativa, que prevé una profunda modificación de este tipo de instituciones. En el desalojo por parte de la Policía Federal y Estatal, murieron dos estudiantes, un caso que sigue impune y que mantiene a Ayotzinapa desde entonces en pie de guerra contra Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero.
La noche del infierno
Cuentan los jóvenes de Ayotzinapa que fueron a Iguala a recaudar fondos para la manifestación del 2 de octubre, que recuerda cada año la masacre de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco por órdenes de Gustavo Díaz Ordaz en 1968. Ironías de la vida. Los estudiantes admiten que se llevaron de las terminales tres autobuses–«llevamos tomando autobuses desde los años cincuenta», dice resuelto Omar García, miembro del comité estudiantil de Ayotzinapa–, pero aseguran que no fueron a reventar el acto de Pineda.
Los detiene la policía municipal, que sin previo aviso abre fuego contra ellos. Los muchachos se dispersan e intentan esconderse en distintas casas. Hay un herido grave, hoy con muerte cerebral en el hospital. Omar refiere entonces un episodio sin aclarar: en un momento determinado, se acercan militares del batallón del Ejército que se encuentra en Iguala y los retienen, acusándolos de allanamiento de morada y quitándoles los celulares. Se produce entonces el segundo ataque de la policía, acompañados esta vez de otros individuos, que las autoridades federales identificarán días más tarde como miembros del cártel «Guerreros Unidos». Mueren dos estudiantes. Uno de los chicos se dispersa del grupo: aparecerá al día siguiente con la cara desollada y sin ojos. El lacre siniestro del narcotráfico. (Los «Guerreros Unidos», según datos del gobierno, son una organización emanada del cártel de los hermanos Beltrán Leyva que opera en este estado junto con «Los Rojos», con la que se dividió la operación en la región.) Entre los dos ataques que detalla Omar, en otra parte de la ciudad, el autobús que transporta a los adolescentes del equipo de tercera división Los Avispones de Chilpancingo también ha sido acribillado –los estudiantes de Ayotzinapa dicen que sin duda los confundieron con ellos–. Muere el conductor, uno de los jugadores –niño de quince años–, y la pasajera de un taxi que se cruzó con las balas.
Tras los sucesos desaparecieron 43 estudiantes. ¿Lograron escapar de la ciudad y esconderse? Es el propio fiscal general de Guerrero, Iñaky Blanco, quien dice que los policías se llevaron detenidos al menos a una veintena de los jóvenes: lo saben porque las cámaras de las casetas de la autopista lo registraron.
Y el 4 de octubre, se produce la conmoción: por el testimonio de varios detenidos, dan con seis fosas en un cerro muy cerca de la ciudad, con28 cadáveres repartidos en cinco de ellas, algunos completos, otros sólo restos calcinados. Los colocaron sobre ramas a las que prendieron fuego. (Cinco días después, aparecerían cuatro fosas más.) Los familiares de los estudiantes desaparecidos estallan ese sábado: desconocen al gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, y lanzan cócteles molotov a la Casa de Gobierno. Negarán que sean sus hijos si lo dicen las autoridades mexicanas –«vivos se los llevaron, vivos los queremos», resuena el grito de los desgraciados años setenta en Latinoamérica– y sólo reconocerán las conclusiones del equipo deperitos argentinos que realiza las pruebas de ADN a los restos junto con la Procuraduría Federal de la República.
Comparece el persidente
Dos días después del hallazgo de las primeras fosas, el presidente Enrique Peña Nieto comparece públicamente por primera vez. Se muestra «indignado y consternado» y asegura «se tomarán acciones para esclarecer los hechos, encontrar a los responsables y aplicar de manera estricta la ley». En un segundo mensaje, tres días después, precisará que la investigación llegará hasta el final «tope con quien tope».
Hoy, la Gendarmería Nacional tiene el control de Iguala, con su policía municipal destituida en pleno. Un total de 45 especialistas analizan los cadáveres de diez fosas para ver si son los estudiantes desaparecidos. Hay detenidas 34 personas, entre ellos 22 policías municipales y el cuñado del alcalde de Iguala, Salomón Pineda, «El Molón», a los que se les relaciona con el crimen organizado. México entero es un clamor por el fin de la impunidad que le impide ser primer mundo.