Parecía una simple canción pegadiza para vender productos de supermercado, pero detrás del emblemático jingle de Marolio se esconde toda una industria que exprime a los creativos hasta la última gota.
Los músicos que le dieron vida a este hit publicitario, que se viralizó durante décadas, revelaron por primera vez cómo fue el proceso de creación y los magros réditos que obtuvieron. Lejos de convertirse en millonarios, quedaron relegados al último escalón de una cadena en la que desconocen quién es el verdadero patrón.
Según los compositores Alejandro y Gustavo Ridilenir, y la vocalista Andrea Báez, tuvieron que ingeniárselas para darle «onda» a la simple enumeración de productos que les encomendó el publicista. Ni siquiera la popularidad alcanzada por la canción les sirvió para reclamar mejores condiciones.
La música publicitaria, a diferencia de las canciones regulares, no tiene un sistema de regalías por cada reproducción. Los músicos deben conformarse con un pago anual fijo que, reconocen, «no les salva ni a palos». Incluso tuvieron que registrar la canción por su cuenta para poder cobrar algo cuando otros artistas la versionaron.
Este caso es un ejemplo perfecto del desbalance de poder en la industria creativa. Mientras las empresas se llenan los bolsillos, los artífices de los éxitos más populares quedan relegados a migajas. Una dura realidad que muestra cómo el negocio de la publicidad hace sonar dulce lo amargo.