José Ramón Martín Largo – laRepúblicaCultural.es
El provocador y pornógrafo Apollinaire escribió en los años de la Gran Guerra diversos relatos para las revistas satíricas francesas, también llamadasquotidiens. Eran narraciones mínimas que, por extensión y propósito, se ajustaban como un guante al carácter veleidoso, a menudo burlón, de estas publicaciones que llevaban por nombre Excelsior, Fantasio y, la más conocida de todas, la disolvente y terrible Charivari. Uno de esos relatos es El tejido invisible, en el que el autor de Las once mil vergas reelabora según su criterio el clásico cuento de Andersen que trata de la desnudez del emperador. Apollinaire cuenta la historia de un sastre emigrado a América con la intención de trastornar las costumbres. El hombre ha inventado “un tejido caliente como la lana y transparente como el cristal” que, no podía ser de otra forma, sienta estupendamente a una joven de extraordinaria belleza que está casada con un millonario. Al tumulto que sigue a la primera aparición pública de la distinguida señora ataviada con tal tejido, suceden el pasmo y la admiración cuando los curiosos palpan el mismo, encontrándolo suave y de un espesor respetable. La señora, pues, está vestida, bien vestida incluso, de manera que no atenta contra las ordenanzas sociales, lo que le permite desafiar así a sus escandalizados conciudadanos: “Si su mirada es demasiado penetrante, sáquense los ojos”. El cuento acaba bien, y todo el mundo se apresura a vestir su desnudez con el tejido invisible. Exacta a este tejido es la prosa de uno de los maestros del autor del relato, al cual se asemeja además por su naturaleza incisiva, difícil de contentar, y por la brevedad de su vida: Guy de Maupassant.
Con su tejido invisible, Maupassant hilvanó historias que no dejaron indiferente a nadie y que todavía hoy perturban al lector, investido de pronto de esa mirada penetrante que, página a página, le permite observar lo que las gentes suelen cubrir con un pudor tan concienzudo como, en el caso que nos ocupa, inútil. Pues Maupassant es el maestro de le mot juste, y esa palabra justa que es transparente hasta la invisibilidad, liviana y cálida al tacto, dejó desnudos a los hombres y mujeres de su tiempo y nos desnudó a nosotros por anticipado, sin conocernos, o conociéndonos acaso demasiado bien, adivinando seguramente que las desnudeces humanas son iguales en todo tiempo y lugar.
La obra de Maupassant es ingente y sorprende todavía más si consideramos que la escribió en sólo diez años, los que median entre 1880, fecha de publicación de su relato Bola de sebo, y 1890, año en el que sus diversas dolencias terminaron por incapacitarle virtualmente para la escritura. En ese tiempo dio a luz alrededor de trescientos relatos y seis novelas, a lo que habría que añadir las tentativas dramáticas, los libros de viajes y los poemarios de sus inicios. Es cierto que, víctima de su propio éxito, Maupassant se vio obligado con frecuencia a plagiarse a sí mismo, retocando aquí y allá narraciones ya publicadas para darlas de nuevo a la imprenta, todo ello a fin de satisfacer la urgente demanda de sus relatos, a razón de uno a la semana, con que le atosigaban revistas como Gil Blas y Le Gaulois, relatos que, para aprovechar su fama, de inmediato eran reunidos en alguno de los múltiples volúmenes que publicó en vida.
Hasta el inicio de esa década, o lo que es lo mismo: hasta la edad de treinta años, Maupassant se vio a sí mismo sólo como autor dramático y poeta, autor dramático enseguida frustrado y poeta que en 1879, con el poema Une fille, tuvo su primer tropiezo serio con la justicia, que le acusó de ultraje a la moral pública. Por lo demás, el volumen Des vers, que incluía el poema citado, constituye la primera muestra de lo que habría podido ser una poesía naturalista que de inmediato se vio truncada pero que anunciaba ya los asuntos que serían predilectos del Maupassant narrador, al menos hasta que la perturbación mental que sufrió en sus últimos años lo orientó hacia los temas obsesivos del horror, la angustia, el suicidio y la muerte. A estos años pertenece su relato El horla, que podría considerarse como la obra más característica del ocaso psíquico de Maupassant, previo a sus numerosos intentos de suicidio y a su internamiento en una clínica parisina en la que moriría en 1893. Difícilmente una carrera vital y creativa tan compleja podría sintetizarse en una vida más corta.
Hay algo barroco en este hombre en el que se intuye un ansia de abarcarlo todo, que contrajo la sífilis, que tuvo multitud de amantes, que fue viajero impenitente, que hizo la guerra antes de convertirse en un sospechoso antimilitarista, que consumió la vida, y se consumió a sí mismo, a velocidad de vértigo. Y que en el camino dejó una obra literaria que hoy se nos antoja tan admirable como inquietante. Obra que en sus orígenes fue tutelada por Flaubert, íntimo amigo de Laure, madre de Guy, y del hermano de aquélla, Alfred Le Poittevin, lo que le abrió las puertas de los círculos literarios parisinos y las de Les Soirées de Médan, donde publicó la ya mencionada Bola de sebo, narración inaugural y llena de maestría de principio a fin en la que Maupassant desnudó por primera vez a la sociedad de su tiempo, una sociedad que aquí viajaba en coche de caballos, huyendo de la guerra franco-prusiana. Que tal narración satisficiera plenamente a ese morboso perfeccionista que era Flaubert fue suficiente para encaminar al pupilo en la dirección de la narrativa, primero hacia el relato y luego a la novela, de la que en 1883 aparecería ya un primer y totalmente logrado fruto: Una vida, a la que dos años después seguiría Bel Ami.
Esta obra, hoy seguramente la más conocida de Maupassant, vendría a ser un lento y emocionante striptease en el que velo a velo se despoja de todo vestuario a la sociedad francesa de su tiempo, la cual queda por fin en cueros, bella, hipócrita y sonriente, para darnos una imagen fiel de nosotros mismos, radiografiados de pronto e inmortalizados por un hombre que nos vio venir hace ciento veinte años. En ella, el ingenuo y provinciano Georges Duroy, procedente de la Ruán que el autor conocía muy bien, llega al París que éste conocía todavía mejor tras pasar una temporada como suboficial en Argelia. En la gran ciudad, el joven padece el aguijón del hambre y la miseria, se codea con prostitutas y come de vez en cuando. Un día su suerte cambia al encontrarse con Forestier, un ex compañero del ejército, el cual le introducirá de golpe en el periodismo y la política, en las intrigas de camarilla y en la buena vida. También le enseñará que las mujeres pueden prestar un gran servicio en los oscuros y sórdidos laberintos del ascenso social, enseñanza que le será de utilidad tras la muerte de Forestier, momento en el que el protagonista hereda su puesto en el periódico, además de a su esposa y al amante de ésta. Por entonces Georges es ya todo un sinvergüenza cuya habilidad para el trato social está tan desarrollada como su absoluta falta de conciencia. En el camino, que el humilde lector (si hay en él una gota de ética) no sabe si seguir con embeleso o con bochorno, Maupassant nos ha ofrecido un arquetipo: el del trepa familiar, encanallado, que reparte su tiempo entre el consejo de redacción, el despacho ministerial y el apartamento de soltero que conserva a espaldas de su mujer, en el que, según los casos, mantiene a (o es mantenido por) alguna respetable dama de postín, ya corrompida con anterioridad o echada a perder por el contacto con el protagonista. Corrompida, pero enamorada.
Cabría preguntarse, tras la lectura de los relatos y novelas escritos por Maupassant hasta aproximadamente 1885, si fue un “exceso de lucidez” lo que, trastocando su aguda mirada naturalista, le abocó a la oscuridad de sus últimos años o si ésta fue producto de otros hechos extraliterarios, fisiológicos o psíquicos, que acabaron por arruinar su mente. A esos años oscuros pertenecen La noche y El miedo, narraciones que, como las de Poe, se sitúan más allá de la esfera acostumbrada de realidades sensibles y que persiguen “el auténtico horror” por medio de experiencias escalofriantes, encuentros alucinados y situaciones macabras. Cabe añadir que la primera de ellas, de la que existen numerosas traducciones al castellano, se nos presenta ahora en una edición bilingüe y bellamente ilustrada. Por lo demás, el lector de Maupassant en castellano está de enhorabuena, pues tras muchas décadas en las que a este autor se le colgó el sambenito de “licencioso”, lo que impidió la normal divulgación de su obra, hoy son muchas las traducciones que pueden encontrarse de la misma, incluyendo la edición crítica en dos tomos, también ilustrada, de sus cuentos completos. Un material inagotable para el lector sin reparos a enfrentarse con la humana desnudez.