El hallazgo de seis fosas clandestinas con cadáveres en las afueras de Iguala (Guerrero) ha encendido todas las alarmas. En este municipio de 131.000 habitantes, donde impera la ley del narco, se desató el último viernes de septiembre un estallido de violencia policial contra un grupo de estudiantes de magisterio (normalistas) que acabó con seis muertos, 17 heridos y unos 40 desaparecidos. La posibilidad de que los cuerpos, localizados en la partida de Pueblo Viejo, correspondan a estos estudiantes pesa en la mente de las autoridades y de todo el país, pero, de momento, ni la Procuraduría ni ningún organismo oficial han confirmado esta hipótesis. Las primeras pesquisas señalan que han sido hallados nueve cuerpos calcinados, por lo que resulta difícil identificarlos. “Para determinar su identidad, tenemos que hacer las pruebas genéticas”, señaló el procurador estatal Iñaky Blanco la tarde del sábado.
El descubrimiento de las fosas ha sido un golpe para padres y compañeros de los desaparecidos. Los intentos para calmarles apenas han servido. La casa del gobernador, Ángel Aguirre, cuyo papel es cada vez más cuestionado, fue atacado por la noche con cócteles molotov. Todas las escuelas normales rurales de México se declararon en huelga en solidaridad con sus compañeros de Ayotzinapa. El temor a que los normalistas, un grupo estudiantil de extracción campesina, muy organizado y tradicional semillero de guerrilleros, desencadenen una ola de violencia mayor llevó al gobernador a pedir públicamente tranquilidad: “Hago un llamado a mantener la concordia y evitar por todos los cauces la violencia, hoy como nunca se requiere de la unidad de todos, sería lamentable que alguien sacara provecho político”.
El destino de los desaparecidos en Iguala se ha convertido en una incógnita de magnitud nacional. La salvaje violencia policial ejercida contra los normalistas por apoderarse de tres autobuses y la intervención de sicarios junto a agentes municipales han destapado la descomposición de Guerrero. Con casi tres millones y medio de habitantes, es el estado con la mayor tasa de homicidios de México y campo de batalla de cuatro organizaciones criminales. En el caso de Iguala, el control está en manos de Guerreros Unidos, una sanguinaria organización surgida de las cenizas del cartel de Arturo Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes.
La detención de 22 policías municipales por su implicación en las muertes no ha frenado el escándalo. El alcalde de Iguala, José Luis Abarca, acusado de estar conectado con el narcotráfico, se ha dado a la fuga en pleno escándalo sin que ninguna autoridad fuera capaz de ponerle las manos encima. Su secretario de Seguridad, el jefe de los agentes que dispararon a los estudiantes, ha emprendido el mismo camino. Las investigaciones han determinado que muchos policías detenidos formaban parte de los Guerreros Unidos. Y, aunque algunos sicarios (halcones y gatilleros) han sido detenidos, ningún cabecilla ha caído en manos de la policía.
La dimensión del caso ha llevado a la Procuraduría General de la República, un organismo que depende del presidente, a tomar las riendas de las investigaciones. El país sigue expectante el resultado de las indagaciones. Nadie duda de que una bomba de relojería se ha puesto en marcha.